Un haiku en medio de un proceso multiplicado al infinito.
El loop.
Un ojo atento en busca de pequeñas variables que determinen la imagen, la intuición señala y palpa la sutileza imperceptible del cambio.
Señala para entrar e indaga.
Atraviesa y se posa en el instante preciso.
La lupa y el movimiento cuidado.
Dos textos
y un proceso en continuo.
Despliegue de capas que toman cuerpo en el ascenso del mantra.
Materia y percepción en amalgama.
Núcleo de un nuevo comienzo que pide ser alterado, potencia de un germen enciende el circuito de nuevo.
Sintaxis alterada.
Sentidos atentos.
Un ojo distinto es invitado a no detenerse.
Sucesión de planos, cadena de sentidos.
Solo el haiku puede detener la velocidad del leguaje y anclarse en el presente.
Ahí, desnuda empieza la obra.
La escritura es un modo de conocimiento, desde este lugar el ciclo Ensayos cruzados propone un acercamiento distinto a la experiencia con la obra. Artistas y escritores son invitados a escribir textos que surgen de una serie de encuentros con la única consigna de pensar la obra como disparador. El ciclo es un espacio donde la escritura en torno a las artes visuales es experimentada en un formato autínomo y poético en sí mismo. La propuesta intenta desarmar los límites entre disciplinas para mirar la obra escribiendo, o escribir mirando.
En esta ocasión, en el marco de la muestra De un sueño a otro de Irina Rosenfeldt escriben María Waissman y Jazmín Cañete.
Me quedé dormida.
La gente que me rodeaba se fue y ahora la orilla está calma. El río, todo para mí.
Por allí asoma una piedra-isla que se ve cómoda. Quiero nadar hasta ahí. Cuando el agua ya me tiene blanda, subo a la piedra y me siento con las piernas colgando. Vuelvo a mirar hacia la costa. Nadie.
No hay gente, pero sí animales. Invisibles. Entre la vegetación. Los puedo escuchar: adentro, en el corazón del monte que bordea el río; abajo, metidos en la tierra, explayándose por el agua. Insectos, alimañas. Salen de sus guaridas con este silencio. Ya los siento encima.
Me paro de un salto, ahora tengo el pulso acelerado.
Basta. Me tiro de cabeza al agua y ahuyento todo, lo de adentro y lo de afuera. Me viene eso que me contaron hace poco sobre los delfines. Al parecer, un documental en National Geographic explicaba que tienen el mismo sistema respiratorio que los seres humanos aunque puedan pasar minutos y minutos bajo el agua. Hasta veinte minutos, decían. ¿Será? Entonces es una cuestión de entrenamiento, o costumbre, o que no se dejan llevar por miedos inventados.
Meto la cabeza abajo del agua. Aguanto.
Abro los ojos. Flotan partículas, alguitas, hojas. No hay peces. Veo turbio. Amarronada el agua, amarronado el fondo, amarronado el cielo, amarronadas las piedras y mi piel.
Empiezo a alejarme de mi roca. El agua se va limpiando (o debe estar entrando más luz porque el verdoso está tomando colores). Una mini burbuja se escapa por la comisura de mi boca y sube delante de mis ojos. Me siento bien.
Ahora se ve el fondo de musgos y algas. Una corriente las mueve de ahí para allí. O los peces que ahora pasan entremedio de ellas, cerca mío, en círculos. Quiero ir más profundo. Se dibujan los contornos de rocas, corales, formas irregulares, superficies porosas. Todo lo que se mueve va dejando una estela colorida. Se atraviesan pinceladas lentas, otras fugaces, anchas, tridimensionales. Siento que las formas se estuvieran hinchando, casi imperceptiblemente. También los órganos de mi cuerpo (pero no duele).
De repente me doy cuenta que hace rato dejé de bracear y patalear, sin embargo me suspendo, liviana. ¿Cuántos minutos habrín pasado? Ya estoy desorientada para reconstruir mi trayecto y no puedo desandar mi estela porque parece una maraña. Suelto una cadena de burbujas por la nariz y las orejas. Son millones, de colores flúo. Se apelmazan, se pisan, serpentean para todas partes. Mi cuerpo se desplaza ágil como ellas, avanza entre bucles, espirales y anillos que flotan por todas partes. Pienso qué increíble esa capacidad del cuerpo humano de pasar tanto tiempo afuera del agua. Mucho más de veinte minutos. (Dicen).
Jazmín Cañete
No te dije nunca que de noche hago el ejercicio de fundir mi cuerpo con el universo. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo. Repito. Repito. No, no todas las noches, y no, no siempre lo logro. Pero es a esa hora.
v Es a esa hora inexacta, donde el día es noche o donde la noche es día, que algo repta sobre mí y se extiende. A veces imagino que a todos nos pasa. Que es otra consecuencia del silencio.
Algo se expande, me cubre. En la hora de la luz y los espectros de color, entre partes iguales me curvo. Me doblo y desdoblo sobre tu cuerpo que duerme a mi lado.
Todo lo que amo está en esta cama, en este océano de sábana.
Entiendo que el amor es un momento inacabado, que se parece a esto.
La luz rueda sobre el techo y estalla en mil colores contra el piso. Con ojos entrecerrados sigo el proceso y pienso en despertarte. Pero no lo hago, te dejo dormir.
María Waissman